El cansancio era evidente. Su avance era lento y cada paso era un martirio. El rostro indicaba lo peor, ese rostro que se ha replicado, miles, millones de veces en el mundo, el rostro de un enfermo de Covid-19. Aunque al principio uno no se quiere imaginar ese escenario y prefiere engañarse: solo necesita descansar, pero no, es apenas el inicio de una batalla contra la enfermedad que en Ciudad Juárez ha matado a más de 800 personas.
Mi padre presentó los primeros síntomas el 11 de julio. Creíamos que era una congestión cualquiera, quizá una baja en el nivel de glucosa. Una visita al médico general de la farmacia del barrio sería suficiente para que ese mal momento pasara; estábamos equivocados. Al día siguiente se veía peor. Su rostro menguado y la dificultad para avanzar apenas por la casa eran los avisos de que algo peor estaba por venir, pero nos resistíamos.
La semana iba empezando. Mi mamá retomaría sus actividades en casa y mi papá se presentaría por tercera semana consecutiva al trabajo, luego de un parón de actividades en la maquila donde trabajaba –que al principio se resistía a enviarlos a él y sus compañeros a casa, pero que finalmente aceptó luego de las constantes manifestaciones de los empleados–, ahora con medidas que buscaban evitar contagios.
Papá llegó a casa. Mamá le preguntó si quería comer, el contestó que no pues prefería acostarse ya que estaba bastante agotado. Las alarmas se encendieron cuando horas después presentó fiebre de casi 40 grados, dolor de cabeza y aún más problemas para avanzar. El doctor de la farmacia de la colonia poco pudo hacer por él y le recomendó que mejor buscara atención especializada.
Mi familia y yo entendimos hasta entonces que estábamos frente a la enfermedad que en Chihuahua ha afectado a casi 14 mil personas, cerce de la mitad corresponden a Ciudad Juárez, de acuerdo con datos de la Secretaría de Salud, y él estaba a punto de sumarse a la estadística, solo faltaba la prueba que lo confirmara.
A partir del 13 de julio mi padre permaneció aislado en su cuarto. Mi mamá y yo permanecimos lo más alejados que se pudo, considerando que la casa es pequeña. Comenzaron las preguntas: ¿qué vamos a hacer?, ¿y si se pone grave?, ¿dónde se contagió?, ¿por qué a nosotros? Quizá estas mismas preguntas se las han hecho miles de personas, y para todos los cuestionamientos, las respuestas son ambiguas.
Los primeros días la fiebre y el dolor de cabeza mermaron a mi papá. Un paño con agua tibia en la cabeza y las dosis de paracetamol fueron un paliativo mientras entre los miembros de la familia planeábamos el siguiente paso: la prueba de Reacción en Cadena de Polimerasa o PCR, la más recomendada por las autoridades de Salud para detectar si una persona tiene el virus SARS-CoV-2 que provoca Covid-19.
Afortunadamente la economía no había sido mermada tanto en ese momento y a mi padre le practicaron la prueba en un laboratorio privado, que, de acuerdo con Arturo Valenzuela Zorrilla, director Médico de la Zona Norte, estas instituciones ocupan el segundo lugar por pruebas PCR aplicadas, solo detrás de los laboratorios que operan las autoridades.
Cerca de 24 horas tuvimos que esperar para conocer el resultado que llegó por correo electrónico. El mensaje tenía su nombre completo y al lado, en negritas, la palabra POSITIVO. Quizá fingimos sorpresa, pues con los síntomas que presentaba era más que evidente que estaba infectado de coronavirus. La batalla formalmente había empezado.
Las conexiones familiares
Después de conocer el resultado, lo siguiente fue avisar en los trabajos, a los conocidos; comprar víveres porque sabíamos que no salir de casa era lo recomendable; dotarse de gel antibacterial, cubrebocas, guantes y cloro; unirse para pensar que todo estaría bien y que esto quedaría atrás, como otra gran anécdota.
Mi hermana fue quien tomó las riendas del caso. Ella traía las cosas que necesitábamos, mantuvo constante comunicación y nos instruyó, pues de este lado estábamos bloqueados ante el temor de que nos enfermáramos también. Así que gracias a su reacción pudimos lidiar con la enfermedad.
Fue precisamente ella quien consiguió el equipo para monitorear los signos: un oxímetro, termómetro, baumanómetro digital y hasta un nebulizador. Estuvo al pendiente de la evolución de la enfermedad, aunque a la distancia por padecer artritis reumatoide. Además, nos asesoró para que en el Instituto Mexicano del Seguro Social (Imss) atendieran a mi papá.
La primera semana de contagio había terminado. Si bien su condición era estable, el oxígeno comenzaba a bajar, la temperatura corporal se mantenía por arriba de los 38 grados y el dolor de cabeza era intermitente. Se acordó entre la familia buscar un tratamiento alternativo con un médico particular que ya había tratado a pacientes Covid, y así fue, aunque se corría el riesgo de invertir en algo que no tenía garantía.
El doctor fue enfático: el virus no se puede tratar, pues no hay una vacuna todavía certificada a nivel internacional (aunque los procesos van muy avanzados), lo que hay que atender son las complicaciones que genera en el organismo. Recetó suero vitaminado, comprimidos, tabletas y solución oral; recomendó reposo y buena alimentación, y si la oxigenación seguía disminuyendo, sería necesario un concentrador de oxígeno para que el paciente pudiera alcanzar el nivel óptimo.
La familia sacó los ahorros y se hizo del aparato y los materiales que se requieren para que funcione. Aunque la inversión era grande, y los recursos limitados, no se perdió la esperanza en lo que se estaba haciendo, en el fondo sentíamos que era lo correcto. Que se mantuviera estable a pesar de su vulnerabilidad confirmaba los pensamientos.
La tranquilidad que habíamos acumulado por unos días se derrumbó cuando mi hermano, quien había llevado un par de ocasiones a mi papá al médico, presentó síntomas: fiebre y tos los más fuertes. A mí la fiebre y el agotamiento me derribaron. Solo las pruebas confirmarían los casos. La de él salió positiva, la mía no.
Por consenso familiar, de nuevo, se acordó que mi hermano se quedara en nuestra casa, aislado en mi cuarto, mientras seguía con el tratamiento alternativo. Fue entonces que pasé las noches durmiendo en el piso, como mi mamá, aunque eso era lo de menos, pues a nosotros nos preocupaba más no contagiarnos y que las condiciones de ellos no empeoraran.
Esas noches en el piso hacen reflexionar: hasta antes de la enfermedad no había sentido la preocupación, desesperación, esa sensación de querer despertar de la pesadilla y volver a la realidad, pero no, esa era nuestra realidad, no había nada mágico o extraordinario. A la vez, pensaba en lo vulnerables que somos; en que todas las veces que escuché a las autoridades de Salud decir “quédate en casa, lávate las manos, usa cubrebocas”, no estaban exagerando.
Las siguientes dos semanas hubo mejoría en el caso de mi papá. El nivel de oxigenación se estabilizó por arriba del 95 por ciento, ya no había fiebre, se alimentaba correctamente y tenía ánimos para continuar con sus lecturas bíblicas y echar un vistazo a Facebook. En el caso de mi hermano, la tos y la fiebre se mantuvieron. Fue necesario usar el nebulizador y la máquina de oxígeno. Los tés fueron clave para que se aliviara, o al menos eso creemos.
Gumaro Barrios, subdirector de Epidemiología de la Secretaría de Salud estatal, informó que en Chihuahua se han registrado 85 brotes de Covid-19, de los cuales el 47 por ciento han sido intrafamiliares (dos o más contagios relacionados en un hogar). Las estadísticas oficiales indican que 142 casos de la enfermedad corresponden a los brotes en casa, que además han dejado tres fallecidos.
Quizá también se podría contabilizar la cantidad de personas que sin síntomas y con pruebas negativas también se sienten enfermos solo por estar cerca de los verdaderos contagiados. La preocupación e imaginar los peores escenarios afectan a los familiares de los pacientes. Buscar la calma y formar buenos deseos también debería estar dentro de las recetas médicas.
La cuarta y quinta semana estaban prácticamente libres. Las visitas con el médico particular terminaron y recomendó a ambos que continuaran con la buena alimentación y evitar querer regresar de golpe a las actividades, mejor guardar reposo unos días más. En el Imss confirmaron la estabilidad, aunque era necesario que permanecieran en casa. Lo peor había pasado.
Solidaridad
Dicen que una de las características de los juarenses, naturales o por adopción, es su solidaridad y generosidad con quienes atraviesan momentos difíciles o requieren apoyo específico. La pandemia también sacó lo mejor de cada persona, su lado solidario, tanto para los que padecen la enfermedad, como para quienes los atienden.
Prácticamente desde el inicio de la contingencia, el gobierno Estatal y Municipal, instituciones públicas, empresas, asociaciones religiosas, organizaciones civiles y ciudadanos solidarios entregaron apoyos económicos, alimentos, atención médica o cualquier otro servicio a las familias afectadas por la enfermedad.
En nuestro caso no fue la excepción. Los conocidos de mi papá, la mayoría servidores de la Iglesia Católica, lo contactaron para saber cómo estaba, su evolución y si necesitaba algo. Aunque él no pidiera, personas llegaban a la casa para entregar despensa o dinero, la caridad, decían. Nosotros agradecíamos puntualmente su apoyo.
Mis hermanos hicieron lo propio. Traían despensa, frutas en abundancia. Llamaban a diario para saber cómo estábamos y para recordarnos que no podíamos descuidarnos a pesar de que los enfermos estaban en plena recuperación. Familiares que viven en otras ciudades también se reportaron vía telefónica para desear que pronto pasara esto para reunirse, como en los viejos tiempos.
Al momento que escribo estas líneas ellos ya están recuperados. Se nota en sus rostros, en las sonrisas que esbozan y la forma en que se desenvuelven, ya sin dificultades, ya sin esa pesada loza llamada Covid-19.
No nos atrevemos a especificar un lugar donde mi papá se pudo haber contagiado, pero sí reconocemos que saltarse las medidas sí trae consecuencias, y este testimonio puede servir como advertencia para quienes cuestionan que la existencia del virus, que incluso se atreven a ir más allá y maquilar teorías de conspiración, pero nada más lejos de la realidad.
Así, mi padre, con hipertensión, dos conatos de infarto y a punto de cumplir 60 años, superó la enfermedad. Mi hermano, aunque joven, con hábitos alimenticios poco saludables, se recuperó. Ambos se sienten agradecidos con las atenciones que recibieron, de familiares y conocidos, así como de los trabajadores de salud.
Ahora corresponde consultar a especialistas en otras áreas para conocer si la enfermedad dejó secuelas en el organismo, aunque, “con el favor de Dios”, todo saldrá bien.