Imagine por un momento un río caudaloso que avanza potente y estrepitoso cada vez con mayor fuerza. Quienes intentan controlar ese poderoso rio, colocan represas para controlar el cauce, redirigir las aguas y prevenir inundaciones. Algunas represas son esenciales: nadie quiere un río que se desborde y destruya todo a su paso. Sin embargo, si alguien se obsesiona y construye demasiadas barreras, el agua se acumula, la presión aumenta y, tarde o temprano, las represas ceden.
Este es el dilema de las prohibiciones gubernamentales: una constante intervención puede provocar el caos que buscaba evitar. Ese río, símbolo del flujo natural de los deseos, aspiraciones y comportamientos humanos, nos puede ayudar a entender la ineficacia de la prohibición y al gobierno en su papel de ingeniero social.
Existen prohibiciones que, como las represas bien diseñadas, protegen a la sociedad. Prohibir el asesinato, el robo o el fraude no solo es sensato, sino vital para la convivencia. Estas restricciones trascienden las culturas y las épocas porque se fundamentan en principios universales de orden, justicia y respeto mutuo.
En su ensayo Sobre la Libertad, John Stuart Mill argumentaba que el único propósito legítimo del poder es evitar que alguien cause daño a otros. Cualquier otra intervención es una forma de paternalismo que erosiona la autonomía individual. Desde esta perspectiva, prohibiciones como las que buscan regular la moral privada —por ejemplo, impedir matrimonios entre personas del mismo sexo, criminalizar el aborto o prohibir algunas sustancias— no solo son impracticables, sino injustas. Pretenden dictar verdades universales en un mundo lleno de matices.
Lo anterior se sustenta en el entendimiento de que la libertad no se encuentra en la ausencia de opciones, sino en la capacidad de elegir con sabiduría, por lo tanto, el problema no radica en que un gobierno prohibía, sino en la arrogancia de creer que puede decidir por todos lo que es mejor.
Vivimos en un país y en un sistema global donde las prohibiciones han generado superestructuras económicas que al vivir en la prohibición son sustentadas por el crimen y a lo largo de la historia existen muchos ejemplos donde la prohibición nunca ha sido la solución a la mayoría de los problemas públicos, ya que, en la lógica de mercado, para acabar con el consumo hay que primero acabar con la demanda, porque de no ser así, lo único que se provocará es el aumento de los precios y la posibilidad de dejar el mercado en manos de los que se benefician de las actividades ilícitas.
Un gobierno sabio reconoce que no puede ni debe controlar todos los aspectos de la vida de sus ciudadanos. La prohibición es una herramienta poderosa, pero debe usarse con humildad y prudencia. Cuando se emplea para proteger lo esencial —la vida, la dignidad y el bienestar común—, fortalece el tejido social. Pero cuando se convierte en un medio para imponer una visión homogénea de la moralidad o para negar la complejidad de las pasiones humanas, se transforma en un arma que erosiona la confianza y fomenta la rebelión.
Así como el río que fluye con fuerza, la sociedad necesita barreras justas, pero también necesita espacio para moverse y ciudadanos que elijan por sí mismos lo que es bueno o malo para ellos, sin quién lo anterior atente contra la libertad o la vida de los demás.
Al final, la mejor forma de gobernar no es llenar el mundo de prohibiciones, sino construir un terreno donde la libertad y la responsabilidad puedan coexistir en armonía.
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