
Colaboración: Dana Cervantes Gallegos
Laboratorio de Problemas Estrucuturales de la Economía Mexicana
Universidad Autónoma de Ciudad Juárez
Ciudad Juárez.– ¿Alguna vez te has pregunta do por qué un desodorante para mujeres cuesta más que uno para hombres, aunque tengan el mismo tamaño y función? Puede parecer un descuido del mercado, pero en realidad es un patrón que tiene nombre y apellidos: impuesto rosa. No es un impuesto oficial, pero sí una práctica comercial que, sin darnos cuenta, afecta todos los días el bolsillo de las mujeres.
Aunque muchas personas aún desconocen el término, el impuesto rosa es una forma de discriminación económica que se manifiesta en lo cotidiano. No hace ruido, pero está siempre presente, y para dar nos cuenta de ello basta con revisar el anaquel de cualquier tienda, ahí está, disfrazado de empaques deli cados, colores suaves y diseños “femeninos”, que encarecen productos sin una justificación real. Su impacto no siempre salta a la vista, pero acumulado con el tiempo representa una carga económica significativa para millones de mujeres.
El término impuesto rosa (pink tax, en inglés) comenzó a utilizarse en la década de los noventa, cuando diversos estudios en Estados Unidos evidenciaron que los productos destinados al público femenino costaban más que sus equivalentes masculinos, a pesar de ser práctica mente iguales. Desde entonces, se ha convertido en una categoría de análisis dentro de la economía del consumo y la equidad de género. Este concepto se refiere al sobre precio que pagan las mujeres por productos diseñados, promociona dos o etiquetados específicamente “para ellas”, aunque cumplan exactamente la misma función que los dirigidos a hombres.
Y no es necesario escarbar demasiado para encontrar ejemplos: rastrillos, jabones, cremas, desodorantes, juguetes, plumas, mochilas e incluso servicios como peluquería o tintorería muestran con frecuencia precios más altos para versiones femeninas. La diferencia, lejos de ser anecdótica, es recurrente y responde a una lógica de mercado que ha aprendido a capitalizar los estereotipos de género.
Una revisión rápida de precios en tiendas en línea y farmacias revela que un paquete de rastrillos “para mujer” puede costar entre 10 y 20 pesos más que uno “para hombre”, pese a tener la misma cantidad y características. No se trata de casualidades aisladas, las diferencias son sin lugar a duda sistemáticas. La marca es la misma, la presentación similar, pero el consumidor no lo es, y con ello tampoco el precio.
El costo de ser mujer
En México, un estudio realizado por la Procuraduría Federal del Consumidor (Profeco) comparó más de 300 productos y encontró que las mujeres llegan a pagar hasta un 15 por ciento más por artículos como desodorantes, champús y rastrillos, simplemente por estar etiquetados para ellas (Profeco, 2019).
Además, según el estudio del Departamento de Asuntos del Consumidor de Nueva York, el sobreprecio promedio en productos femeninos es del 7 por ciento, y puede alcanzar hasta un 13 por ciento en artículos de higiene personal (NYC Department of Consumer Affairs, 2015). Estos datos, al cruzarse con los niveles de ingreso, generan una forma de desigualdad silenciosa que pasa desapercibida porque se percibe como una decisión personal de compra.
Esta práctica, no afecta única mente a mujeres adultas. Desde edades tempranas, niñas y adolescentes se enfrentan a estos sobreprecios. Un ejemplo claro es el mercado de juguetes, donde los productos enfocados en niñas; muñecas, juegos de té, materiales escolares, etc. tienden a ser más costosos que sus versiones "neutras" o "para niños". Es una des igualdad que se aprende desde la infancia y que se normaliza con el tiempo.
El argumento empresarial detrás del impuesto rosa suele girar en torno a decisiones de marketing, empaques personalizados y segmentación de mercado. Pero esto como resultado final se traduce en más gasto para ellas, en un contexto donde aún persiste la brecha salarial de género. Lo que parece una estrategia comercial se convierte en una forma de desigualdad disfrazada.
Además, es importante recordar que en México las mujeres ganan, en promedio, un 13 por ciento menos que los hombres por el mismo trabajo (Inegi, 2023). Es decir, no solo compran más caro, sino que lo hacen con menos ingresos.
Y esta es la paradoja: las mujeres, que enfrentan barreras en el ámbito laboral, que luchan contra techos de cristal y brechas salariales, también deben asumir un sobreprecio por el simple hecho de ser consumidoras. Es una lógica que reproduce la desigualdad desde el anaquel hasta el estado de cuenta bancario.
Hablar del impuesto rosa es ponerle nombre a una injusticia silenciosa. Y aunque parezca pequeña, cada vez que lo señalamos, damos un paso hacia un consumo más justo y consciente. Porque al final, lo que no se nombra, no se pue de cambiar. Y lo que no se cuestiona, se perpetúa. El impuesto rosa no es un invento, es una realidad con cifras, con impactos y con consecuencias. Reconocerlo no es solo un acto económico, sino también político y social.
Referencias:
NYC Department of Consumer Affairs. (2015). From Cradle to Cane: The Cost of Being a Female Consumer.
Procuraduría Federal del Consumidor. (2019, 21 de junio). Impuesto rosa: La utilidad no tiene color. Gobierno de México. INEGI. (2023). Encuesta Nacional de Ocupación y Empleo (ENOE).