Perú.- El reciclador Zenón Osnayo enterró este viernes algunos huesos recuperados de su esposa y sus tres pequeñas hijas asesinadas hace 30 años por un grupo de militares en los Andes, en uno de los casos más conocidos de desaparición forzada de niños durante el conflicto armado interno en Perú.

“Por lo menos ahora están en un ataúd”, dijo Osnayo, de 63 años, tras observar días antes cómo los forenses colocaron dentro de féretros blancos los escasos fragmentos óseos hallados de su cónyuge Antonia Hilario, así como de sus hijas Yesenia, de 6 años, Mirian, de 3, y Edith, de 8 meses.

La patrulla también asesinó aquel 4 de julio de 1991 a cuatro sobrinos de Osnayo menores de seis años, a seis familiares adultos y a un joven vecino de la comunidad indígena quechuablante Santa Bárbara. No solo acribillaron a los siete pequeños y ocho adultos, sino también los despedazaron usando varias cargas de dinamita con el fin de desaparecer sus cuerpos.

El trabajo para exhumar los restos fue difícil porque los mataron dentro de una mina de socavón a más de 4 mil 400 metros de altitud. El jefe forense de la fiscalía Luis Rueda dijo que tuvo que apuntalar las paredes del socavón, usar un grupo electrógeno y arneses. Para identificar el ADN de las víctimas se utilizó métodos usados en restos prehispánicos con miles de años de antigüedad.

Los 15 féretros pernoctaron en una catedral barroca de la capital regional Huancavelica. Comerciantes de adornos navideños observaron en silencio los ataúdes a su paso por las calles de una de las regiones más golpeadas de Perú durante la guerra de 20 años entre el grupo terrorista Sendero Luminoso y el ejército, plagado de crueldades y que dejó alrededor de 69 mil muertes, casi la mayoría indígenas de etnia quechua como los de Santa Bárbara, según datos oficiales.

La tardía identificación y entierro de los pequeños y adultos se realizó por una orden de 2015 emitida por la Corte Interamericana de Derechos Humanos hasta donde el reciclador tuvo que recurrir para que Perú le otorgue justicia, no desatienda sus obligaciones y la masacre no se olvide.

Los féretros donados por el Comité Internacional de la Cruz Roja fueron llevados en una carroza seguido de familiares en un funeral organizado por la dirección de búsqueda de personas desaparecidas del Ministerio de Justicia que también brindó apoyo emocional, alimentacion y hospedaje.

Antes que la desgracia lo atrape Osnayo había sido obrero de minas y luego comerciante de ganado. Se casó y tuvo tres niñas. Era un padre que finalizaba sus viajes de negocios comprando vestidos, peinetas, juguetes y pequeños zapatos negros de caucho llamados “siete vidas” para sus hijas.

Pero el 6 de julio de 1991, cuando retornó de una travesía comercial, encontró su casa incendiada y su ganado había desaparecido, incluidas 150 alpacas y 100 ovejas. Los vecinos le advirtieron que sus familiares habían sido llevados por militares con rumbo desconocido.

Poco después llegó hasta una mina abandonada. En la entrada había cartuchos de dinamita regados por el piso. Adentro halló la mitad del cráneo y un brazo de su hija de tres años, una mano de su hija de ocho meses y trenzas de la larga cabellera de su esposa.

Se desmayó por un instante. Dentro del socavón había en total 15 cadáveres, todos amarrados con una soga que él usaba para atar a sus alpacas en medio del frío de la madrugada.

Los peruanos de Santa Bárbara, una comunidad indígena de lengua quechua que entre los siglos XVI y XIX se convirtió en sede de la principal mina de extracción de mercurio del hemisferio occidental, sufrieron brutales ataques tanto de Sendero Luminoso como del ejército, que incluyeron violaciones, asesinatos y desapariciones, según dijeron a The Associated Press decenas de entrevistados.

Tras denunciar la matanza, las autoridades casi ni se interesaron por el caso. Entonces se derrumbó “en el vicio del alcohol. Tenía la esperanza de que de repente iban a aparecer mis hijitas”, dijo. Tres veces se quiso suicidar, dijo. Comenzó a vivir en un cuarto rentado en la ciudad de Huancavelica, volvía con frecuencia a mirar su casa rural quemada y a veces dormía en cuevas.

En 1992, mientras caminaba cerca de un cuartel policial, dos agentes lo secuestraron y lo acusaron de ser un jefe local de Sendero Luminoso. Fue torturado 21 noches para que admitiera su participación en diversos crímenes. Lo que más le provocó dolor fue que empujen su cabeza dentro de un cubo de agua mezclada con detergente y en un sanitario lleno de excrementos.

Un tribunal de jueces “sin rostro” para casos de terrorismo -a quienes no se podía mirar porque estaban detrás de vidrios oscuros y que habían sido implementados por el gobierno del entonces presidente Alberto Fujimori (1990-2000)- lo condenó a 20 años de prisión. En 1995 otra corte lo acusó de más crímenes y le añadió una segunda sentencia por 30 años más.

Con medio siglo tras las rejas, “era para desesperarse”, comentó Osnayo. “Es como tener 100 kilos en la espalda y recibir otros 100 kilos más, entonces o resistía o me doblaba”, añadió.

El odio era su alimento en la cárcel, pero al mismo tiempo leía la biblia. Se imaginaba saliendo de prisión y acuchillando a cualquier militar. Cuando acabó el gobierno de Fujimori, se ordenó que los sentenciados por terrorismo podían pedir la revisión de sus condenas. Entonces grabó su testimonio en una cinta magnetofónica con una grabadora que le prestó un carcelero.

Un tribunal en 2004 lo liberó tras verificar que no había pruebas para acusarlo.

“Me dijeron ‘señor Osnayo, nos hemos equivocado, mañana te estás yendo’. Fácil para ellos, qué triste, 11 años, 7 meses y 14 días privado de mi libertad”, comentó con los ojos enrojecidos.

Sin hijas ni esposa se despidió de su madre y se fue de Huancavelica. No sabía dónde llevar velas o flores “como hacen los que tienen difuntos”, indicó. Sin psicoterapeutas que lo ayuden, encontró sentido a su vida convirtiéndose en cristiano. Dice que dejó de odiar, pero quería justicia.

No se sintió tranquilo hasta que acudió a la fiscalía para acusar a los militares que habían matado a su esposa e hijas. Su caso escaló hasta la Corte Interamericana de Derechos Humanos en San José de Costa Rica, donde relató ante los jueces cómo habían desaparecido sus familiares.

En 2015 la Corte ordenó a Perú juzgar a los responsables e indemnizar a los deudos.

Pero eso no se ha cumplió en su totalidad, dijo el abogado de las víctimas Milton Campos.

Apenas tres uniformados de la patrulla han sido condenados. El crimen fue ordenado por el exteniente Javier Bendezú, quien cumple 20 años de cárcel. Pero quien ejecutó la matanza, el soldado Simón Breña, quedó libre porque era menor de edad cuando fusiló a las víctimas.

“La justicia es ciega”, dijo Osnayo. “Encarcela a los inocentes y libera a los culpables”, indicó. Para poder asistir al juicio que ahora se desarrolla en Lima decidió vivir en la capital. Se convirtió en reciclador y predicador. En su modesta vivienda guarda los juguetes que encuentra mientras recorre la ciudad. Hay muñecas, cocinas de plástico, unicornios, caballos alados, autos y dinosaurios.

Ahora convive con una nueva pareja, cristiana como él, cuyo padre también fue desaparecido durante el conflicto armado. Afirma que no alberga odio, ni siquiera a los asesinos de su familia, pero le enfurece ser testigo de maltratos a niños.

Eso lo conecta con el final de sus tres hijitas.

“Cómo habrán gritado, cómo habrán suplicado, a veces eso me suena en la cabeza”, comentó.

También cree que no alcanzará una verdadera justicia. “Un día todos nosotros vamos a entregar cuentas al divino señor, porque aquí en la tierra no hay justicia”, dijo.

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