México.- Los narcos de Nuevo Laredo tienen muy claro lo que buscan cuando salen en busca de presas: hombres y mujeres sin cordones en los zapatos.

Esos pies dicen mucho de sus dueños. Son la prueba de que entraron a Estados Unidos para pedir asilo, pero lo único que lograron fue estar detenidos unos días, cuando les quitaron los cordones por cuestiones de seguridad, antes de ser tirados de vuelta en la boca del lobo, en el violento estado de Tamaulipas.

En años anteriores, los migrantes pasaban con rapidez por esta tierra de cárteles. Ahora, con las nuevas políticas migratorias de Donald Trump, se quedan ahí durante meses mientras esperan sus citas en las cortes estadounidenses, varados en las fauces del crimen organizado.

Sus historias hablan de robos, de extorsiones por parte de criminales o funcionarios corruptos, de secuestros... Narran cómo las únicas opciones con las que se enfrentan son pagar para cruzar de manera ilegal a Estados Unidos, aunque sus planes no sean esos, o simplemente para que los dejen libres.

Tamaulipas es la esquina noreste de México. Sus peligros son bien conocidos. Es el único estado fronterizo al que el Departamento de Estado prohíbe a los estadounidenses poner el pie por ser un territorio controlado por los cárteles. Washington lo coloca en un nivel de alerta similar al de países en guerra como Afganistán y Siria.

Hasta hace poco los migrantes pasaban de largo por estos territorios. Bien cruzaban rápido el río Bravo hacia Texas o atravesaban los puentes para solicitar asilo, un trámite que les permitía quedarse en Estados Unidos, aunque fuera en detención, mientras se les daba una respuesta.

Todo cambió con el endurecimiento de las políticas migratorias de la administración de Donald Trump. La frontera se ha convertido en un embudo donde cada vez son menos los que pueden entrar legalmente y más los que salen mediante el programa conocido como “Permanecer en México”, una estrategia mediante la que Washington ha devuelto a más de 55 mil personas mientras sus solicitudes de asilo deambulan, con pocas posibilidades de prosperar, por la intrincada burocracia de unas cortes estadounidenses desbordadas.

México no estaba preparado para esta afluencia de migrantes a lo largo de la frontera y mucho menos en Tamaulipas. Por eso las autoridades se han esforzado en sacarlos de esta región hacia Monterrey o incluso hasta la frontera con Guatemala. Los funcionarios dicen que es por su seguridad. Para algunos analistas, se trata de un claro reconocimiento del estado de anarquía que subyace en estas tierras.

Mientras, la delincuencia organizada se frota las manos. Ha sabido adaptarse y aprovechar muy bien este lucrativo botín desembarcado directamente en algunos de sus feudos. Familias enteras, muchas veces con niños, son tratadas como mera mercancía o cual cajeros automáticos andantes, listos para alimentar sus negocios criminales.

“Probablemente, no hay nada peor que se pueda hacer en cuanto a seguridad en la frontera”, dice Jeremy Slack, investigador de temas fronterizos en la Universidad de Texas en El Paso. “Es una auténtica pesadilla”.

Yohan, un ex guardia de seguridad nicaragüense de 31 años, fue devuelto a México en julio solo con su celular y una funda de plástico con una cita para solicitar asilo. Sin cordones en los zapatos ni dinero, y con su esposa y dos hijos de 10 y 2 años a su cargo, se internó en Nuevo Laredo, una ciudad dominada por el Cártel del Noreste, escisión de los sanguinarios Zetas.

Tímido y conteniendo sus emociones, sobre todo cuando sus pequeños juguetean a su lado, cuenta su historia desde un lugar en Monterrey, donde una organización le ofrece albergue, comida y trabajo mientras se resuelve su situación.

Su plan era pedir ayuda a las únicas personas que conocía en la región: sus coyotes. Le habían tratado bien, le daban cierta confianza y estaban en Ciudad Miguel Alemán, a 160 kilómetros de Nuevo Laredo y también en la frontera.

Antes de llegar a la terminal de autobuses, dos desconocidos le interceptaron mientras otro grupo bloqueaba su familia. Sólo vio a uno armado, pero no hacía falta más. Los subieron a una camioneta, les quitaron lo poco que llevaban, incluidos los zapatos.

Les dieron una oportunidad de elegir su destino: pagar por su liberación o por un nuevo cruce.

A lo largo de toda la frontera norte se han dado casos de abusos y crímenes contra migrantes, pero este año Tamaulipas vive la situación más preocupante. Es el estado por donde cruzan más migrantes de manera ilegal. También por donde el gobierno estadounidense ha devuelto a más personas a pesar del peligro: 20 mil 700 al 1 de octubre.

El Instituto para las Mujeres en la Migración, una ONG con sede en Ciudad de México, ha documentado 212 secuestros de migrantes y solicitantes de asilo en este estado desde mediados de julio, cuando comenzó a implementarse ahí el programa “Permanecer en México”, hasta mediados de octubre.

De todos esos secuestros, 197 ocurrieron en Nuevo Laredo, una ciudad de poco más de medio millón de habitantes y que vive del comercio internacional que diariamente cruza sus puentes.

Uno de estos casos es el de Yohan quien, como otras víctimas de esta historia, pide ocultar su nombre completo por miedo a represalias.

La familia salió de Estelí, en el norte de Nicaragua, hace más de tres meses cuando los paramilitares se enteraron de que fue testigo del asesinato de un opositor a manos de funcionarios del gobierno. Comenzaron a seguirle, pintaron amenazas de muerte en los muros de su casa y tuvo que huir.

Cuando pisó territorio estadounidense, pensó que empeñar la casa de su madre para pagar los 18 mil dólares que le pidieron los traficantes había valido la pena. Ahora, arruinado y con temores por todas partes, no está seguro de nada.

Sus captores les dijeron “que eran del cartel, que no eran secuestradores, que su trabajo era cruzar gente y que nos llevarían con el pollero (otra manera de llamar al coyote o traficante) para que nos explicara las condiciones”. Acto seguido conectaron un cable al celular para sacar toda la información.

El primer impulso de Yohan fue darles la clave de sus antiguos traficantes, la contraseña con la que cada grupo distingue a “sus” migrantes. “Eso no nos vale, me dijo uno”.

Publicidad
Enlaces patrocinados