En un país donde la palabra “crianza” muchas veces se asocia más a sobrevivir que a educar, llega una diputada del PRI con una propuesta que suena bastante sensata en medio del caos doméstico: la crianza positiva y respetuosa como principio legal. Porque si algo nos faltaba para lograr la paz mundial —o al menos un desayuno sin gritos en casa—, era una reforma legal que les recuerde a los padres que los golpes no educan y que escuchar a los hijos es algo más que un lujo escandinavo, por aquello de Dinamarca.

Graciela Ortiz González, legisladora federal, ha decidido desempolvar la noción de que los niños son sujetos de derechos. No propiedad privada, no receptáculos de frustraciones adultas, no carne de cañón para desquitarse de la pareja o expareja… sino personas. Sujetos con ideas, sentimientos y, escúchelo bien, dignidad. Esta iniciativa, que propone modificar cinco artículos de la Ley General de los Derechos de Niñas, Niños y Adolescentes, busca que el respeto, la empatía y la comunicación afectiva no sean apenas recursos de autoayuda, sino principios legales obligatorios en la crianza. Suena bien, ¿no?

Claro, uno podría preguntarse con justa razón: ¿de verdad necesitábamos que el Congreso nos diga que no hay que gritarle al niño porque tiró la leche? Desafortunadamente, sí. Porque mientras las telenovelas se regodean en el melodrama familiar y los spots gubernamentales pintan una infancia idílica con niños atrapando mariposas, la realidad es que millones de infantes siguen siendo corregidos con la chancla, insultos y miradas que matan más que un regaño. Y eso por decir lo menos, pues es bien sabido que hay otras formas más violentas de “educar” a los menores.

Pero pongámonos serios —aunque sea solo por un momento—: que una diputada proponga que el afecto sea la base de la crianza es tan revolucionario como desconcertante. ¿Estamos ante un arranque de lucidez legislativa? ¿O se trata de otro bonito papel que terminará guardado junto a la cartilla moral que nadie leyó jamás? El escepticismo, ese viejo amigo del ciudadano promedio, no se va con una sonrisa y un discurso bien intencionado. Porque si el Estado quiere enseñarnos a ser padres empáticos, tendrá que enfrentarse a generaciones enteras que aprendieron que “la letra con sangre entra” y que la autoridad se impone, no se negocia.

Pero, como diría Juan Gabriel: la intención es buena. La necesidad, urgente. Y el enfoque, esperanzador. Si lográramos, aunque fuera un poco, que los hogares fueran espacios donde el conflicto se resuelve hablando y no gritando, quizá no necesitaríamos tantos terapeutas para adultos rotos que solo querían haber sido escuchados cuando tenían cinco años. Y si algún día, gracias a estas reformas, un niño puede expresar su tristeza sin ser tachado de "chillón", entonces valdrá la pena la tinta y saliva parlamentaria.

Así que, sí, celebremos —con cautela— que por fin se hable en voz alta de lo que durante décadas se murmuró entre dientes. Porque si bien una ley no cambiará por sí sola los hábitos arraigados en la médula cultural de este país, puede ser ese pequeño empujón que haga que algunos padres miren a sus hijos y se pregunten: “¿Y si lo intento diferente?”. Y ese, créame, ya sería un gran paso, aunque nos choque la idea de que se nos tenga que decir hasta cómo educar a nuestros hijos.

Después de todo, educar sin violencia no debería ser un ideal legislativo, sino una práctica cotidiana. Pero, por lo pronto, bienvenida la crianza positiva... aunque sea por decreto. Y, si no es mucha molestia, le sugeriríamos a la legisladora Chela Ortiz que, de pasada, se aplicara esa máxima del interés superior de la niñez también en lo escolar. Porque con tanto plantón de los maestros de la CNTE, hasta el momento no se ha escuchado a legislador alguno exigirles a esos profes inconformes —que, claro, tienen todo el derecho a manifestarse— que piensen, aunque sea poquito, en sus alumnos, que en todo caso son la razón fundamental para que exista su trabajo y, por lo mismo, deberían ser su prioridad. Al menos esa es la idea…

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