Colaboración
Mónica A. Juárez

Los acontecimientos que culminaron con la matanza del 2 de octubre de 1968 en Tlatelolco, deben permanecer en la memoria colectiva por múltiples razones, relacionadas con la verdad, la justicia, solidaridad y patriotismo como elementos de cohesión.

Existe, afortunadamente, documentación abundante, periodística fidedigna, que rubrica la perenne necesidad de eliminar la represión impune de Estado, que vulnera el respeto hacia la ciudadanía, y por ende, su seguridad e integridad.

Recordemos el escenario: en el 68 estaba presente la responsabilidad de realizar en el mes de octubre los Juegos Olímpicos en nuestro país. Independientemente al evento, se desarrolla un incidente de confrontación entre estudiantes de dos preparatorias. Se percibe, además, una evidente paranoia de la posibilidad de complot con asesoría internacional contra el régimen imperante.

Una serie de acontecimientos transcontinentales aumentaron el volumen del conflicto social, que tuvo como razón primordial el repudio al ejercicio desmesurado del poder político gubernamental. Fue el despertar de la consciencia de participación en la vida pública de una generación de jóvenes en varias latitudes del planeta, marcando nuevos derroteros para la convivencia democrática.

Elena Poniatowska en su libro La noche de Tlatelolco, refiere, de labios de un protagonista (Manuel Gutiérrez Paredes), que en días previos se vieron:
“Las más grandes manifestaciones que se recordaban en aquel entonces: miles, decenas, cientos de miles de jóvenes. El Zócalo bajo un estado de sitio que las autoridades no reconocían; el frente a frente retador de jóvenes y soldados, diálogo imposible, más bien intercambio de gritos e insultos”.

En otro fragmento:
“A las 10 de la noche del 18 de septiembre, las botas de alrededor de 10 mil soldados, bajo el mando del general José Hernández Toledo, resonaron en las instalaciones de Ciudad Universitaria. En cifras oficiales, mil 500 estudiantes y maestros no lograron escapar –o no recibieron a tiempo el aviso del asalto–, y en los propios camiones militares fueron llevados a cárceles desconocidas”.

Carlos Monsiváis en Versiones del 68 consigna: “Para Díaz Ordaz la mayor afrenta del movimiento es que no se detenga ante sus exhortaciones y que desafíe el principio de autoridad, sentenciando: Les di la mano y me la dejaron tendida en el vacío”.

“A Díaz Ordaz le dicen sus cercanos lo que quiere oír. Como suele suceder, en más de un sentido, el presidente de la República es el mexicano peor informado, o dicho de otra manera, el más aconsejado en lo básico por sus prejuicios y prepotencia. La ignorancia santifica rumores, convierte los hechos en acechanzas, se obstina en castigos ejemplares”.

“El gobierno, el PRI y Díaz Ordaz deciden no ver el sentido de las acciones estudiantiles, minimizan los acontecimientos y los califican de ‘Conjura contra México’. Su estrategia es demencial porque exige someter la realidad al escalofrío previo, expresando: se proponen destruir los Juegos Olímpicos por que odian la paz y la prosperidad”.

Carlos Monsiváis, Versiones del ´68

El 2 de octubre de 1968, la Plaza de las Tres Culturas y el edificio de departamentos Chihuahua, en Tlatelolco, fueron escenarios de la barbarie, del asesinato masivo indiscriminado, del escarnio de supervivientes, del terror de habitantes en sus espacios familiares, de la angustia y confusión generalizadas por la nefasta decisión y acción despiadada de los más altos representantes del Estado Mexicano.

Después… el silencio bajo amenaza, la fuerza del totalitarismo imponiéndose con rigor, inaugurando 10 días más tarde los maravillosos Juegos Olímpicos, con la nota distintiva emblemática de decenas de palomas blancas surcando los aires, bajo el azul cielo capitalino, en ese momento cumbre de exhibición ante los ojos del mundo, brindando un sensacional y emotivo espectáculo, rubricado por el discurso oficial presidencial, donde con serenidad y aplomo –sin asomo de remordimiento alguno–, se escuchó: “Ofrecemos y deseamos la paz a todos los pueblos de la Tierra”.

En el 2020, a 52 años de distancia de estos acontecimientos, reiteramos la necesidad urgente de que Pueblo y Gobierno establezcan el diálogo, la generación de acuerdos y el cumplimiento bilateral y puntual de los mismos, con apego a la legalidad y justicia, sin vandalismo ni represión, con ausencia de intereses coyunturales con opacidad e hipocresía proliferante; en síntesis, con respeto mutuo.

Es inaudito no participar con madurez y ética colectica en la vida pública después de 210 años de constituirnos como país independiente y soberano. Si no es por conciencia, que sea por conveniencia, esforzarse a contribuir para enaltecer todo lo que simboliza nuestro hogar común: la Patria.