Víctimas de agente fronterizo tuvieron vidas complicadas
Foto: Associated Press

Laredo.- Janelle Ortiz soñaba con volverse famosa. Melissa Ramírez imaginaba el día en que la calle ya no fuera su hogar ni las drogas una preocupación. Claudine Luera solo aspiraba a que sus hijos tuvieran una vida mejor que la suya.

Todas estas mujeres tuvieron vidas complicadas y una muerte similar: Fueron baleadas en la cabeza y abandonadas en senderos rurales de Texas, presumiblemente por un agente de la Patrulla Fronteriza que ha sido descrito como un asesino serial. Los familiares de las víctimas ahora lloran la pérdida de sus seres queridos que, aseguran, eran más grandes que los problemas que atravesaron.

“Tenían familias. Eran queridas. Eran alguien. Eran humanas”, dijo Colette Mireles, la hermana de Luera.

Aún se desconocen los motivos del sospechoso. Las autoridades afirman que las tres víctimas y una cuarta, Guiselda Alicia Cantú, cuyo nombre fue revelado el miércoles, eran trabajadoras sexuales y que el supervisor de la Patrulla Fronteriza Juan David Ortiz conocía a algunas de ellas.

Cada una de ellas pasó una vida repleta de dificultades. Gracie Pérez recordó cuando su cuñada, Melissa, de 29 años, le contó que había sido violada cuando tenía 13 años. Abandonó la escuela secundaria, sufrió depresión y eventualmente comenzó a vivir en las calles. Sus cinco hijos quedaron al cuidado de alguien más. Tenía problemas de adicción a las drogas.

A pesar de todo, sus familiares la recuerdan como alguien que siempre intentaba hacer reír a los demás. A Ramírez le gustaba ver videos graciosos en YouTube, devorar la comida que estuviera frente a ella y ver la televisión a todo volumen antes de quedarse dormida en el sofá.

Pérez dijo que su cuñada volvió frecuentemente a la casa de su madre, en donde viven dos de sus hijos, y por lo general se quedaba unos cuantos días, y prometía dejar las drogas y enmendar su vida, para luego volver a las calles.

“Quería convertirse en una mejor madre, en una mejor persona”, dijo Pérez. “Ya no quería vivir en las calles”.

Janelle Ortiz, de 28 años, aspiraba un futuro en el que su personalidad y dotes para hablar con casi cualquier persona la convirtieran en alguien famosa. Rosenda Ortiz, su hermana menor, recordó la complicada infancia que compartieron, en la que constantemente eran enviadas a nuevos hogares. Dijo que su hermana era fuerte y de gran corazón, siempre preguntándoles a los demás si necesitaban algo.

Rosenda esperaba que algún día pudiera comprar su propia casa e invitar a su hermana a irse a vivir con ella.

“No era conocido como prostituto o trabajador sexual”, dijo, utilizando pronombres por los que sabe que su hermana transexual la hubiera regañado. “Era un ser humano, como las demás víctimas. Solo vivía su vida”.

Mireles habló por última vez con su hermana, de 42 años de edad, dos días antes de que su cuerpo fuera descubierto. Estaba “muy contenta” porque uno de sus hijos iba muy bien en la escuela y ya estaba haciendo planes para el baile de graduación con su novia.

De niñas, las hermanas peleaban constantemente. Pero Mireles se maravillaba con la capacidad de su hermana para sonreír en momentos de dolor, incluso cuando su vida se fue en picada en los últimos años. Siempre supo que podía recibir una llamada informándole de la muerte de Luera, pero pensaba que sería por una sobredosis. Escuchar que fue asesinada a balazos, aferrándose a la vida a un costado de un camino, fue algo estremecedor.

El sospechoso dijo a la policía que Luera lo confrontó sobre ser la última persona en haber visto con vida a Ramírez, señalaron las autoridades. A Mireles le consuela pensar en la valentía de su hermana.

“Mi hermana era aguerrida, estoy seguro que puso una enorme resistencia”, afirmó.

Joey Tellez, el abogado del sospechoso de 35 años de edad, difundió un comunicado para decir que no comentará sobre el caso. Ortiz es veterano de la Marina que pasó alrededor de 10 años en la Patrulla Fronteriza.

De regreso en la pequeña casa que Ramírez frecuentaba, una bandera estadounidense ondea de la ventana de un remolque y hay juguetes por todo el jardín. Su madre, María Cristina Benevidez, camina lentamente para colocar una fotografía de su hija junto a la urna que contiene sus cenizas. Del marco cuelgan un crucifijo y un rosario.

Los gallos cantan, una perra criolla ladra y Benevidez está solemnemente de pie y cabizbaja. Dos semanas antes de que se descubriera el cadáver de Ramírez, ella estaba en la mesa de esta cocina, contando una aterradora premonición.

“Me van a matar. Estaré muerta en menos de un mes”, dijo Ramírez, según su hermano César.

“Deja de decir tonterías”, le respondió su madre, según cuenta. “No digas estupideces”.

Ella insistió, diciendo que le iban a disparar en la cabeza.

“Me van a matar. Me van a matar”, repetía.

Ramírez estaba ebria, dijo su cuñada, Gracie Pérez, y no dio más detalles de su premonición.

Poco después, dijo Pérez, su cuñada la presionó para que la acompañara de fiesta toda la noche. Ramírez le llamó una y otra vez, pero ella no contestó. Ahora, cree que pudo haber hecho algo, y vive atormentada por las últimas palabras de Ramírez.

“Será la última vez que me vean”, advirtió.

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